sábado, 27 de septiembre de 2008

Una linda sorpresa

Una de las cosas agradables en Primavera, es cuando los días se encuentran por acabar, en el ocaso del sol. Un minuto sin calor, pero al mismo tiempo, sin frío. Cuando los colores resaltan más, sin la luminosidad de mediodía, pero aún sin la oscuridad de cuando finalmente llegue la noche. Mejor aún, cuando ese día es sábado, especialmente porque el día siguiente será domingo y no lunes. Sin la ansiedad de un viernes, pero sin lo típico de un domingo. Es una tarde, por tanto, de calma, estado que se nota aún más en Ñuñoa, que debe ser uno de los lugares más agradables para vivir en esta ciudad. Asumiendo que esta última frase parece slogan del actual alcalde (en un mes hay elecciones municipales), un tipo que, por medio de permisos de construcción concedidos a destajo, en unos años termine dejando este oasis a veinte minutos del centro para ser una colonia de edificios tipo Paz Froimovich.
Como las grandes chambonadas, con algunas trágicas excepciones, demoran en hacerse evidentes por lo general, ésta tarde calma aún no tiene el carácter urgente que adquieren las cosas cuando están por acabarse, como lo será la Ñuñoa que hoy conocemos. Existe, por tanto, una calma auténtica, que no tiene prisa, y que permite hablar de cosas agradables, como las películas, pese a que del día ya casi no quede rastro y que el frio comienza a llegar junto a la noche.
Si hay algo difícil de escribir, es de películas (en realidad escribir sobre las cosas que a uno le gustan). Debe ser terrible el trabajo de crítico de cine. Sin bien por definición el oficio de crítico ha de ser odioso, el de cine debe ver aumentado esa condición de manera exponencial. En una página, cada palabra puede ser una daga u objeto de implícita transacción, porque si hay un oficio susceptible de coimas o pequeños agasajos en ésta dirección, como entradas o libros gratis, o simplemente un hoy por ti, mañana por mí. Pero como nada es químicamente puro en esta vida (y en la otra, si existe, es probable que tampoco), mejor hablar de películas.
Por (sin) razones que no vale la pena describir, en éste último tiempo ir al cine ha sido una excepción y no la regla. Pese a todo no han faltado películas, gracias a un equipo reproductor de dvd’s lee hasta lo que uno baja de Internet de vez en cuando. De esta manera, sin butaca ni segurito previo al comienzo de la cinta (que falta de sentido tiene en la era del dvd la palabra cinta), en posición semi horizontal me espera a día una pequeña reserva de películas mantiene el ojo con cierto nivel de estímulo cinéfilo de cuando en cuando.
Hay películas para todo. Para ver una y otra vez (Terminator), como placer culpable (ídem), para encontrar el amor como algo lindo (Antes del Amanecer), para pelar (cualquiera de Hollywood doblada al español de la Madre Patria) para odiar (cualquier gran cinta doblada al mismo idioma), para hacerse pajas mentales (últimamente diría que “El Regreso” es un gran ejercicio en esa dirección) y respecto de las otras, no hace falta decir cuales pueden servir a aquellos fines. Para ver un sábado por la tarde en el cable (ejemplo: las dos últimas versiones de los Dukes de Hazzard, en especial la versión donde Daisy no es Jessica Simpson). Hay películas que para uno pasan a ser clásicas por alguna razón, y otras por alguna sinrazón.
También existen películas simples, que sin ser grandes películas, tienen ese “qué sé yo” porque se ven en el minuto y lugar correctos. Y con ello, simplemente sorprenden (lo que nunca es poco y ciertamente es deseable). Eso pasó con “El Clavel Negro”. Cuenta la historia del embajador sueco en 1973, Harald Edelstam, durante aquellos días, donde el diplomático fue una especie de Raoul Wallenberg en el Chile de los primeros días de Pincohet. Es una historia donde lo que importa no es el escenario de fondo (el Chile post golpe) sino la de un diplomático que hizo de la prudencia típica y esperable de un funcionario de ese tipo, una virtud redentora de una profesión mas bien marcada (o estigmatizada), por la prudencia y su respectiva cara fea: el cinismo. Muestra, también, parte de sus propias contradicciones más íntimas y humanas (la escena en el hospital es decidora), porque los héroes esencialmente sólo pasan a ser considerados como tales cuando dan el paso previo de ser mártires.




La película tiene la virtud de ser una película sobre 1973, y con una historia universal, aún cuando soy de la opinión en que si algo falta aún en Chile, son películas sobre esos años (que no equivale a acumular registros fílmicos). En ese paso de ser una historia "universal", por cierto, se cometen los errores previsibles, pero perdonables. Un ejemplo es la escena en que el embajador acude a La Moneda en ruinas para entrevistarse con un alto oficial del Ejército (todos sabemos que en aquellos La Moneda, tras el bombardeo de los Hawker Hunter, además de las probables ratas que encontraron su hábitat bajo los escombros, sólo debieron vivir fantasmas). Tiene historias que resultan difíciles de creer, como la de un oficial capaz de sacar y salvar de la muerte un pequeño camión con prisioneros uruguayos desde el Estadio Nacional. Aunque en esos días, historias cómo aquellas sonaban más a quimera que a realidad, sucedieron. Como la del mismo Edelstman y el olvido de su figura -para el común de los mortales como uno-, hasta esta cinta.