miércoles, 24 de septiembre de 2008

Matar a Facebook.

Volver a movilizarse en bicicleta no sólo sirve para ahorrar plata, molestias y hacer un poco de ejercicio. También es útil para generar ideas y mandar a descansar los molestos recuerdos (El problema es cuando uno deja de pedalear, pero ese es otro tema) De esta manera, quedaron abajo varias ideas que rondan por la cabeza. Por eso quedaron como materias pendientes el tratado explicativo de por qué soy hincha de la Católica sin redención posible (lo que da para una tesis), los cien usos útiles que puede tener una polera de Colo-Colo, la crisis financiera global o la utilidad que puede tener el dedo chico del pie.
Precisamente a partir de ésta última reflexión, la analogía con Facebook quedó a sólo un paso. Así como hace ya bastante tiempo expliqué cómo diablos mi nombre llegó a ser una cuenta, en esos mismos días comenzó a gestarse su propia eliminación. Si bien la vida en el ciberespacio no es un reality donde a falta de público uno es juez y parte en definir su presencia en aquel mundo, bien es cierto que, al igual que en la vida real, Facebook tiene su ciclo. Más largo que el del agua o el de una hormiga, más breve que el del amor, muchísimo más corto que el del desamor e infinitamente menor al geológico o de un dinosaurio.
Hay un minuto en que ya no te queda gente con la cual ser amigo, y donde agregar gente de la cual uno nunca fue muy amigo no tiene sentido (pese a que el friend finder insista en decirte lo contrario). En paralelo, probablemente mi amistad estilo facebookiana dejó de ser un bien demandable en esta bolsa de vínculos virtuales. Es el minuto en que tu existencia ciberespacial es como la que tendría una acción de la Católica en la Bolsa de Santiago: ni sube ni baja significativamente. Ves que la gente comienza a hacerse amigo de alguna radio, hogar de ancianos, universidad o colegio de origen, candidato a concejal, de alguna candidata a Miss Facebook ansiosa por tu voto o incluso de nuestro propio Berlusconi de brazos cortos.
Llega el minuto en que ya no se te ocurre subir fotos (o que te acuerdes de hacerlo), de actualizar la de uno mismo. Encuentras molesto escribir en el wall (Por ejemplo, ¿por qué diablos alguien tiene que saber que saludé a otro para el cumpleaños?), llegando a ser el viejo e-mail algo casi amigable y personalizado. Comienzas a subir canciones, o trailers de películas, resulta más útil poner un ciudadano en tu ciudad virtual o resolver algún issue en una nación igual de imaginaria. Ya no mandas cadenas resolviendo quizzes y dejas que los que te envían se vayan a una dimensión desconocida a tan sólo un click de distancia. Es cuando Facebook pasa a ser como el asistente del Word u hojear Las Últimas Noticias.
Cuando eso ocurre, el harakiri facebookiano deja de ser una posibilidad y pasa a ser una opción. Primero por flojera, le consulté a una amiga P. que es la única persona que ha tomado una medida de esta trascendencia (sin contar a los que nunca abrieron una cuenta), por el procedimiento. Cómo no recibí respuesta, probablemente por la insólita pregunta o porque uno suele tener en la jornada asuntos más útiles y urgentes que atender, me vi en la obligación de buscar por mí mismo. En estricto rigor, tan difícil no fue de encontrar ni el camino ni el método.
Una vez que el qué ya está definido y el cómo aclarado, falta resolver el cuando. Es en este paso donde comienzan las dudas. Por los amigos de infancia que aparecieron (no importa si efectivamente son tus amigos), porque sabes dónde ubicar a quienes no quieres ubicar (siempre es bueno saber que existen luces amarillas), por si llega alguna copucha o junta de amigos, porque da lata pedir e-mails o teléfonos de quienes no es tan desagradable saber su existencia pero que no da para contactarlos de otra forma ni encontrarlos en la vida real (salvo por azar). Porque así como otros a uno le sirven para lo que acabo de decir, para esos otros uno puede representar lo mismo. Por flojera, y porque Facebook es como el dedo chico del pie. No se ve útil, no molesta, pero si dejara de existir uno sabría que para algo podría haber servido.