lunes, 8 de septiembre de 2008

Calamidades, locuras y amarillas.

Hace unos días supe que el tiempo transcurrido entre que salgo apurado de la casa hasta que llego al trabajo (y viceversa) es una verdadera odisea. Forzado por el Tribunal Constitucional y el Congreso, el gobierno debió reconocer que desde febrero de 2007 viví bajo una calamidad, bajo la lectura que la derecha hizo del reconocimiento del famoso 2% constitucional al que recurrió el gobierno. Lo primero que imaginé sería algo así como que durante poco más de un año y medio el Volcán Chaitén no hubiese estado lanzando cenizas sobre Chaitén sino en Santiago. Pero también, pedagógicamente explicado por el candidato presidencial de la derecha, existen calamidades provocadas por el hombre, en este caso por la Concertación. Entonces sería algo así como que tomar micro en Santiago fuera similar a lo que tenía que hacer un checheno por comprar pan en Grozny, con el bombardeo ruso como música de fondo.
Esta lectura sería si uno la hiciese de forma literal respecto a lo que es una calamidad. Probablemente no entiendo mucho, pero la realidad no se condice con esta calamidad. Sonaba mejor, para ver el nivel al que llegamos cuando se habla del odiado Transtortuga, la famosa definición de crimen social que Adolfo Zaldívar hizo respecto del hábito de tomar micro en Santiago. Sólo viendo al Transantiago como un problema político –o sea algo no menor, aunque incomprendido o impresentable (o ambas) para gran parte del respetable- es posible que la definición de calamidad tenga algún sentido. Pero siguiendo el consejo de mi amigo Mr. M, no voy a hablar de política, sino de tomar micro.
El 10 de febrero de 2007 no estaba en Santiago, pero sí unos días después. Por esos extraños días, Irarrázaval se veía bastante, despejada de micros –por unos días gratis- ordenada, aunque funcionaba porque en febrero no hay nadie en Santiago (el mejor mes para vivir allí). En marzo terminó por confirmar todo lo que hemos visto y no hay más que agregar.
El punto es que tomar micro nunca ha sido algo agradable, para quienes suelen llegar a trabajar o estudiar en micro. Pero ahí a ser una calamidad, no me ha cuadrado esta imagen. Es cierto que debo ser de los pocos a quienes no les cambió para mal la vida desde que el Transantiago funciona, pero aún reconociendo eso, no veo la calamidad. A lo mejor esto se debe a que Dios ya no es el copiloto, sino que éste –en caso de existir- sólo está en la fe de cada cual.
Las micros, cuando las tomo, no está más llenas que hace dos años ni me iba más sentado que ahora. Pero ahora el chofer no tiene un fierro bajo el asiento ni putea escolares, así como tampoco los huevean con que den el asiento, cosa que, al igual que antes, casi nadie hace. Es cierto que subirse es muy difícil, pero porque la gente no suele avanzar hacia atrás (el famoso avance que atrasito hay espacio parece que tenía algún sentido), un ejemplo de la serie de hábitos de nosotros como chilenos que ningún sistema –en teoría- sería capaz de detectar ni corregir en el mediano plazo, como hacer que la gente de la noche a la mañana tenga que hacer trasbordos y le guste hacerlo al mismo tiempo.
Con todo, me suena raro escuchar a la gente que pide a las famosas amarillas de vuelta. Es cierto que no generaban déficit, el Estado no les prestaba plata, y uno podía tomar una micro para cualquier parte (en teoría). Cosa perfectamente posible con choferes sin sueldo fijo, con el grueso de micros cayéndose a pedazos, y como decía Marinakis hace unos días, es imposible que no hayan pérdidas si ahora tienen que andar con cuatro choferes por micro, si antes lo hacía con sólo dos y por boleto cortado. Probablemente una multitienda tendría menos ganancias si dentro del porcentaje del salario que pagan a sus fuese mayor el componente fijo que por el de venta hecha.
Más curioso es que una de las explicaciones más lógicas que he escuchado en estos días respecto al Transantiago provenga de uno de los personajes más impresentables en la materia, como es el presidente de SONDA. Pero pareciera que el horno no está para argumentos y explicaciones más lógicas. Es que lo que empezó mal es difícil que termine bien, y aunque el Transantiago esté como un zapato chino no significa que todo pasado fuera mejor. Es cierto que es bastante indefendible que el famoso subsidio termine en la cuenta corriente de los principales bancos, pero de ahí a que vuelva Marinakis a lo Perón en 1973 es de locos, aunque nada de lo que rodee tomar una micro hoy, al igual que en el pasado, sea algo muy normal. En realidad, lo que suena a calamidad es más bien una locura, aunque al igual que en el caso de más de un sicólogo, el especialista probablemente deje peor al paciente.
Con todo, cada vez que llegó a Viña y tomo la micro a la casa de mis papás, me parece de locos, de otro mundo, pasarle plata al chofer, que éste me dé vuelto y mire feo a un escolar –por lo bajo- por ir un sábado en la mañana con su carnet escolar (todo al mismo tiempo), me hace pensar que desde que empezó la famosa calamidad, no está todo tan mal como se pinta, aunque a lo mejor tanta locura de tomar micro todos los días me soltó un par de tornillos, al igual que las latas de las micros andando todos los días por las calles de Santiago. A lo mejor, ahora que mi bicicleta funcionará y no tendré tomar micro, recupero la cordura.