lunes, 26 de enero de 2009

Crónica fallida de una obra de teatro.

Ir al teatro es algo que uno podría decir a cualquier persona con orgullo. Por el contrario, ir a un café con piernas, es de aquellas cosas que no se deben de reconocer tan abiertamente. Durante Enero, ambas actividades son una importante alternativa para hacer algo más llevadero el pesado primer mes del año en esta ciudad.
En relación a los cafés con piernas, no me di una vuelta por alguno de estos locales enclavados en algunas de estas galerías del centro, por razones que van desde que quedé corto de plata antes de tiempo a que simplemente no me gustan ese tipo de cafés donde lo único ridículo es pedirle a la mesera un café expreso. (Eso que no se me ocurre pedir un cortado). Por lo tanto, nuevamente no fue una alternativa capear este pesado sol veraniego abriendo alguna de estas puertas de vidrios color negro.
Sin minuto millonario de por medio que salvara el cada vez más largo tiempo de espera a unas vacaciones más que anheladas (no sé si merecidas), quedaba el teatro. Pero “Santiago a mil” pasó tan rápido que ni siquiera me di cuenta que ya acabó. A mí me encanta el teatro, pero nunca he ido mucho. Sí puedo decir que he ido por sobre el promedio, lo que en realidad es sólo un eufemismo para evitar reconocer con vergüenza que voy poco, apoyándome en el hecho que la mayor parte de la gente no va al teatro.
Ir al teatro es una invitación “tipo Café Vinilo” o “Lastarria”. Es decir, un lugar que es como una sandía calada si se anda en un plan de conquista y que éste tenga algo de estilo y probabilidad de éxito. Pero como siempre es más fácil la teoría que la práctica, no ha sido un recurso muy exitoso que digamos. Una vez derivó en una potencial polola que nunca resultó, gracias a Dios, y la otra vez ya estaba con polola, así que no cuenta (además la obra era gratis y repetida: la Negra Ester, en el Muelle Prat).
Así estaba en este último fin de semana de enero, hasta que por casualidad fui a una obra de teatro. Sin polola ni plan de conquista, y acompañado sólo de mis hermanas, fui a ver una de estas obras del “Santiago a mil” que resultó ser gratis. Se llamaba “El exiliado Mateluna”, de Óscar Castro, y se inserta dentro de una serie de cuatro montajes planificados cuando Castro estuvo preso en los 70’, en plena dictadura militar. El lugar donde se presentaba era la ex Villa Grimaldi, lugar que por cierto no necesito dar reseña acerca de qué fue. El montaje y los diálogos que alcancé a percibir, eran de una potencia propia del tema.
El resultado de mi experiencia en este “Santiago a Mil” fue un desastre. El problema no fue la obra. Fui yo. Esto que suena a recurso de fin de relación amorosa, resultó ser la simple verdad. Estaba con sueño, tras llegar a Santiago esa mañana después de un viaje flash a Viña el día anterior. Como toda obra gratis, había más gente que sillas, por lo que el pasto resultó ser la butaca posible. De espectadores, mucha gente. Varios que debían haber estado presos en Villa Grimaldi, más hijos, sobrinos o nietos. Bastante pelolais con pinta de izquierda (del tipo comuna de La Reina), algunos actores y actrices, incluyendo a la actriz que, viéndola en vivo y en directo, debe ser la más hermosa de este país: Emilia Noguera, la hija menor de Héctor Noguera, quien también estaba ahí (ver teleseries sirve para esto).
Mientras esperaba la obra, que por supuesto se inició con retraso, más gente comenzó a ubicarse incluso a mis espaldas. Hasta que comenzó, pero también las piernas comenzaron a dormirse. Atrás mío se sentó un adolescente con un gran problema físico y mental, cuyo único lenguaje eran unos ruidos guturales que llegaban directamente a mi oído izquierdo. Tras veinte minutos, comprendí que no iba a vomitar encima mío, sino que era el único modo del pobre tipo de expresar algo, además de las pataditas que obviamente no eran a propósito. Por lo tanto, como obviamente no podía decirle que se callara o dejara de pegar patadas (seré bestia, pero nunca tanto), o me hacía el leso o salía de allí.
Así, entre el ahogo, las piernas dormidas y una amenaza de vómito que no se iba a cumplir, decidí que no iba a poder ver la obra, aunque mis ojos la miraran y mis oídos la escucharan. Me paré, comencé a caminar por el parque y a fumar. Me costaba, también asimilar que estaba viendo teatro en la Villa Grimaldi. Se parece un poco aquella sensación que me ocurre cuando voy al Estadio Nacional, pero a una escala distinta.
El problema es que este parque no era cualquier parque. Es cierto, es un parque hermoso y cuidado. Pero era un centro de tortura, un lugar donde quizá cuanta gente murió, sin contar aquellos que sobrevivieron pero quedaron muertos y aquellos que lograron sobrevivir y no sé cómo, siguieron viviendo. En este parque, como en todos los parques, juegan los niños. Es un lugar que, cuando crezcan, tomarán cerveza, se fumarán quizá su primer pito. En sus pastos harán lo que hacen con sus polola(o)s cuando cierran la puerta de sus dormitorios para escuchar música o ver tele, hasta que los padres, que saben que no están escuchando música ni viendo tele, golpeen la puerta sin abrirla diciendo que está lista la once. ¿Pensarán que no están en cualquier parque? ¿Tendrían acaso que hacerlo? Si es un parque tan distinto, ¿debiera tener la vida que tienen los parques? ¿o debiera ser, sin más ni menos, sólo un lugar donde los silencios no sólo hablan, sino que dicen demasiado? ¿No sería eso simplemente un cementerio?
Pensé que mejor debía volver a ver la obra y dejar de fumar –tabaco por si acaso- por ese rato. Así volví a ver la obra. El único problema es que no sabía que eran sus últimos cinco minutos. Aplaudí sin saber mucho por qué. Escuché sobre lo hermosa que era esta obra de Óscar Castro, mientras lo único hermoso que recordé esa noche, fue a Emilia Noguera. Esa noche de sábado, como más de un sábado de hace algún tiempo hasta hoy, llegué rápido al sobre. Cómo duermo cansado, esa noche no soñé nada de lo que pensé mientras caminé por la Villa Grimaldi. Aunque como ley pareja no es dura, tampoco soñé con Emilia Noguera.

miércoles, 21 de enero de 2009

Es la inscripción estúpido.

Cuando uno dice tonteras, la consecuencia es simple: uno dice tonteras. Cuando se las pone por escrito, si son demasiado evidentes, pueden ser calificadas con una mala nota o ser expuestas a la vergüenza ajena –si se tiene- al correr el riesgo que alguien las deje en evidencia. Si las escribe una pluma respetada de la plaza y se las ordena con una redacción más compleja, de esas con cita a pie de página, se les llama un aporte al debate –que para efectos prácticos no es más que el cuadrilátero, usualmente mediático, donde compiten con las ideas no leseras- . Ahora si se usan números y fórmulas para explicarla, una lesera puede agarrar una fuerza y transformarse como si fueran una virtud, pese a que se esté jugando, como diría Serrat, con cosas que no tienen repuesto.
Una suma de todas ellas, es lo que hemos visto en estos días en torno al voto voluntario. Éste es un tema muy importante, que siendo extremadamente complejo de comprender, es muy bueno que haya salido de los trabajos académicos y sea un tema de contingencia. Pese a que el foco está perdido y que desde el Congreso hay un riesgo importante que salga una bestialidad peor a la existente, como lo es el voto voluntario y la inscripción automática. Es impresionante como una medida tan, pero tan bestialmente mala, tiene tantos adeptos, incluyendo a la Presidenta. Traduciendo esta idea a un castellano simple: soy un partidario del voto obligatorio (y de la inscripción automática).
El voto obligatorio es un tema tipo Aylwin, es decir, una temática en la que es muy difícil tener una buena opinión, porque es un tema complicado de digerir y muy difícil de explicar sin un poco de calma. A mí me costó un par de cursos de Ciencia Política básicos y leerme consciente y críticamente los apuntes (por eso, no entiendo tanto PhD en la materia que habla tanta tontera). Pero que una vez que se entiende bien, es un tema que resulta claro como el agua. Es un tema esencial de la política, que le da vida y que hace tomar posturas de fondo. Ha provocado un debate interesantísimo dentro de cada bancada (ver sesión del Senado a principios de Enero), donde hay posturas a favor y en contra. (Los números, cifras y citas, por favor remítanse a los especialistas con PhD incluido)
Pero lamentablemente, es un tema que sorprende por la cantidad de tonteras que se dicen, en especial porque se plantea como una solución a un diagnóstico muy certero; el continuo envejecimiento del padrón electoral. Partamos. Hay un continuo envejecimiento de la gente que vota, que básicamente se debe a que la gente no se inscribe. Por una cosa lógica, quienes no se han inscrito son quienes con el tiempo han tenido la oportunidad de inscribirse una vez que cumplieron 18 años y no lo han hecho. Un número que ha aumentado al acumularse la gente que en 18 años ha cumplido esa edad y no lo ha hecho. Por lo tanto, correctamente, se concluye que son los jóvenes –quienes tienen hoy entre 18 y 40 años- quienes están ausentes mayoritariamente.
La solución propuesta es por tanto, incentivar a que se inscriban mediante la inscripción automática. Eso es correcto, porque elimina una barrera de entrada que es el trámite de inscribirse, pero que en estricto rigor, es el más corto dentro de una vida de trámites: menos de diez minutos con fila incluida, si se hace con tiempo (como lo es comprar un bono en una Isapre). Y más encima, gratis (como nunca será conseguir un bono de Isapre). Aunque, esto se puede subsanar, en parte, sin hacer una ley, como usar Internet para inscribirse. Estando de acuerdo en la inscripción automática, que es el tema esencial. Lamentablemente, estamos pegados en esta lesera del voto voluntario.
Primero. Con el voto voluntario votarán quienes tienen más conciencia de la importancia de votar (gente con mayor nivel educacional, que en el caso de Chile, son los sectores más acomodados) y, lo que no se ha dicho, votarán aquellos grupos capaces de movilizar a sus votantes (ejemplo: partidos políticos con cierta estructura, juntas de vecinos, asociaciones gremiales, etcétera). Es decir, elitizo aún más al votante chileno. Los paladines del voto voluntario les encanta citar como argumento que la gente votará más, el caso de las elecciones de España en el 2004 y recientemente, Obama. Omiten que esas fueron elecciones históricas, motivadas por circunstancias únicas, de esas una en diez o quince, donde se juega algo clave (como el plebiscito de 1988). Me temo que el caso 2009 no entra en ésta categoría.
Segundo, el voto voluntario supone que busca introducir mayor competencia al hacer más incierto el número de votantes, que oscilaría entre el máximo posible de votantes (total de inscritos) a un número que puede ser, ojo, menor al de hoy. Allí está el punto clave. No asegura más gente votando, que es nuestro gran mal. Hoy, en el actual contexto, con voto voluntario va a votar menos gente, un descenso que se comenzaría a notar quizá no esta elección, sino en la siguiente. La gente que no se ha inscrito, es porque no quiere votar, y con los niveles de descrédito de la política actuales, en buena medida responsabilidad de los políticos, van a dejar de votar muchos de quienes ya están inscritos. Es cosa de escuchar a muchos de quienes estamos inscritos. Error de diagnóstico. La causa porque la gente no se inscriba no tiene que ver con dejar de levantarse más temprano para ir el sábado a un registro (estigmatizando de paso a los jóvenes como flojos) sino porque no cree en la política. Pensar que la solución a ese problema se soluciona evitando un trámite, es como pensar que la Concertación se va a arreglar con las primarias por arte de magia.
Un dato, que es propio de Chile y que no se ha tomado en cuenta, dice que la gente es en extremo desconfiada de otras personas, en niveles que se han mantenido altísimos desde 1990 por lo menos. Ese dato dice, por tanto que los chilenos no les interesa participar más allá de su metro cuadrado y no reemplazan la participación electoral con otros modos vías, como grupos religiosos, scouts, juntas de vecinos, techos para Chile, en fin todas esas cosas (Hay, volvamos a los jóvenes, quienes participan de éstas instancias, pero son una minoría, de esos que salen de cuando en cuando en la Revista El Sábado como futuros líderes). Esta es una gran diferencia con EE.UU., que tienen asociaciones hasta para los amantes del dedo chico del pie, y que es un caso a seguir que a nuestra élite académica le encanta citar (tontera por cierto agudizada por la obamamanía). Es decir hay un problema estructural de Chile que la voluntariedad del voto lo agravará.
Esto es por una cosa básica: si yo no confío en quien tengo al frente, menos lo voy a hacer para organizarme junto a otro, permitiendo mitigar en parte un menor número de votos. Entonces, al disminuir el peso del voto al hacerlo voluntario, se pavimenta el camino para que la voz de un número enorme de chilenos se escuche menos que hoy
Tercero. Al introducir este elemento de incertidumbre a la baja, con el voto voluntario, se olvida un rasgo típico de las campañas en Chile (y probablemente en cualquier parte). Un diputado, por ejemplo, enfoca su esfuerzo y recursos donde puede encontrar un voto más fiel, que es el piso básico para conquistar el resto de los votos. Va ir, en buen chileno, a asegurarse y destinar sus esfuerzos hacia el votante que sabe a ciencia cierta que llorará (el que llora más fuerte, mama más), dejando en un segundo lugar ese voto incógnito, anónimo que ni siquiera se sabe si votará. Un ejemplo, para los que adoran EE.UU.: lo que definió una elección normal, como la del 2004, fue que Bush se centró en el voto que podía movilizar, como fue la derecha religiosa. Bill Clinton lo logró porque pudo movilizar al voto del Sur, ese que no votaba por los demócratas desde la década del 80 por lo menos.
Es decir, cualquier junta de vecinos, club de barrio cobrará más importancia aún, que eso se traduce en gasto más caro para un candidato. Consecuencia: mayor importancia del gasto en una campaña.
El voto obligatorio, junto a la inscripción automática por cierto, hace que vote un número que se acerque más a este máximo posible de votantes –dado por la inscripción automática-. Ello hace que la efectividad del gasto disminuya, al hacer más probable un número alto de votos efectivamente vaya a sufragar. Por tanto, lo que se necesita es incrementar el número de votos, no reducirlo. Medidas para aumentar los niveles de participación electoral, son por ejemplo, hacer feriado el día en que se vota, hacer coincidir elecciones parlamentarias y presidenciales, más facilidades para inscribirse y el voto obligatorio. (Liphart, lectura esencial que no sé por qué a tantos se les ha olvidado)
Finalmente, como en la vida no todo es cálculo o proyecciones, quisiera dar argumentos de fondo, más de filosofía de vida (guardando el debido respeto a la palabra filosofía). El voto es como la sangre de la democracia, y una democracia sin votantes, tiene riesgos de anemia severos. El argumento es que no se puede obligar a la gente a votar, que es como de régimen totalitario, se cae por sí solo. Por fortuna, estamos ante elecciones con cierto grado de competencia: no hay partido único, medios de comunicación relativamente críticos (es cierto tenemos El Mercurio, pero no tenemos Pravda), padrón único y elecciones con un grado aún aceptable de limpieza. Es más, sólo promoviendo el mayor padrón posible (voto obligatorio e inscripción automática) tenemos una mayor independencia de los votantes respecto del poder gubernamental y de las máquinas partidarias, muchísimo más que un escenario de mayor padrón hipotético (voto voluntario e inscripción automática).
Volviendo al voto, éste no es sólo un derecho. Es más que eso. Fue una conquista social enorme. Además, lo considero un deber, como una de las pocas herencias de la modernidad en este mar de incertidumbres llamado siúticamente posmodernidad. Es uno de los pocos vínculos que van más allá de mi metro cuadrado que existen y que permite esa hermosa ficción de igualdad por un día, como lo es el día elección. Quitarle el peso al sufragio, haciéndolo voluntario y dejándolo al si tengo ganas voy a votar, es tirar por la borda lo poco que queda.

martes, 20 de enero de 2009

Enero de 2009

En este planeta, en el Sur Enero es un mes que es el equivalente a cuando es Julio en el Norte, una relación que, obviedad mediante, no es más que la de ser sinónimos de sí mismos. Pero al mismo tiempo, ambos no alcanzan a ser lo que terminarán siendo cuando el calendario los arranque de sus páginas, crezcan y sean el Febrero y el Agosto que finalmente serán, un lugar al que no pueden verse desde hoy. Porque el niño no puede verse de adolescente ni el púber de adulto, aunque un adulto si puede verse como lo que fue alguna vez, con aquella distorsión llamada recuerdo de por medio, por supuesto. El único problema, es el peor de todos: no se puede regresar.
En la vida real, Enero fue alguna vez el mes en que ya estabas de vacaciones y donde todavía te queda más de un mes de vegetar sin pudor. Hoy día, es sólo la cuenta regresiva de Febrero, en aquellas tres semanas en que cada día es un regalo. Obviamente, es un regalo por recibir, porque sería mi primer Febrero en esa condición, un mes número dos febrero regido no bajo un signo astral sino por el código del trabajo.
Enero es un mes en el que los diarios los escriben los estudiantes en práctica, donde en los canales ves caras que no verás de nuevo, salvo aquellas excepciones que serán luego rostros y de yapa, el lado exitoso de alguna escuela de periodismo que lo pondrá en su folleto de promoción. Donde pese al lugar común, los diarios incluso pueden aparecer mejor escritos, donde la nota más mal escrita exhuda una ganas de ser corregida y leída, las que se perderán cuando una boleta pase a ser una rutina a fin de mes.
En Enero, no hay fútbol, sólo fichajes y los goles envasados que llegan desde Europa (¿cómo se las arreglaran los europeos durante Julio y Agosto?). Es un mes en que la cartelera de cine se compone desde la caña que significa la programación navideña y de paso, existen funciones que te dan la opción de ver lo que te perdiste el año anterior. Hay teatro incluso fuera de Santiago. En Enero no se puede estar en Santiago, un lugar muy desagradable para respirar y estar, en especial si no se está de vacaciones. Pero despertador obliga y pese a todo, se está en Santiago.
En una época donde lo mejor de ver noticias son los bikinis –un bikini no dice por si mismo tonteras, salvo que le preguntes a su circunstancial dueña-, las noticias políticas han salvado el comienzo del año (el famoso tema de la cota mil podría haber sido, pero en El Mercurio les bajó el síndrome Canal 13, que es de exprimir una idea no mala hasta su última gota (como les pasó con la teleserie Lola). En estos días, se ha tocado un tema de gran importancia, como el voto y parecía ir en serio.
Lo único malo es este enamoramiento respecto al voto voluntario, una de las tonteras más de aquellas. Ojalá se rechace. Me recuerda a aquellos creyéndose Obama (menos mal que Obama no lee El Mercurio). Pero bueno, peor sería que no se hablara. Está Frei y mi voto ya se aseguró en primera vuelta, pero podría ser peor. El socialismo chileno recuerda pavorasamente a los años 50’, sólo que en una versión sin ideas, donde uno de sus padres modernos, como lo es Arrate, mira con espanto como su criatura, la renovación socialista, terminó siendo un frankestein sin padre orgullos de reconocerlo como hijo. Bueno, y está Piñera, lo que me dice que debo tener la esperanza de poder decir, “podría ser peor”. La esperanza es lo último que se pierde
Así es Enero. Es un mes donde no hay sueños, porque sólo es posible soñar mientras se duerme y cuando uno duerme cansado, no recuerda lo que sueña. Y sin darse cuenta aparece Febrero a la vuelta de la esquina. El único problema, es que se ve demasiado lejos hoy, una vuelta demasiado larga. El único problema es que en Febrero empieza aquella pesadilla llamada Festival de Viña. No es profecía autocumplida. Ahora que ya no tengo cable, sí es un peligro real y puede que estando en pleno Febrero, lo único que quisiera es volver a Enero.