viernes, 11 de julio de 2008

Tratado de Onanismo: estudios y consideraciones previas.

Imagino el oficio de columnista y debo confesar lo difícil que debe ser para éste escribir periódicamente. Una página que, salvo esa rayita negra que parpadea en la pantalla, está en blanco. La tortura del primer párrafo y el reloj que avanza rápido cuando debiera andar a paso de tortuga. También imagino el papel de un editor, nervioso porque no le llega el borrador a tiempo. En mi caso, ambos roles están fusionados. Como buen artista de circo pobre, lugar al que a veces se parece la vida, uno suele hacer ambos roles y a veces más. Siendo riguroso, tan complicado no lo es. La gracia de un blog es que escribes lo que te apetece y como no sé habilitar la opción de comentarios, no tengo mayor complicación de si lo que escribo tendrá finalmente mayor sintonía entre potenciales lectores que aquellos programas que ofrecen departamentos de mil UF y fracción, transmitidos los domingos por la mañana.
Lentamente, reproduzco clichés y enciendo un cigarro dinamita pura –sólo tabaco-, tratando eso sí de no dejar cenizas sobre el teclado. Escena que, por cierto, se ve un poco ridícula. Siendo honesto, no tengo vocación de escritor ni llevo un narrador frustrado en mis venas, como sería un periodista durante su paso por el aula. Lo de escritor se me quitó cuando me di cuenta que los cuentos me quedaban bastante fomes y se confirmó cuando me di cuenta que no sería el Günter Grass de mi tiempo, que se echa de menos en este Chile de principios de siglo, en lista de espera de un desarrollo lejos por llegar, pero que tan lejano no está. Lo de narrador frustrado se debe a que, si bien saqué la vuelta como Dios manda durante mi licenciatura, me dediqué a cosas más útiles que escribir, como por ejemplo leer.
Por ello es que planteo seguir una suerte de borrador a lo que hoy le saco el quite más de lo que el pudor señala: una tesis. El objeto de estudio sería el onanismo y la hipótesis sería que es un estado de existencia cuya conceptualización sería en extremo simplificada y mal entendida. En primer lugar, el concepto de macaquero, pajero, elevador de volantín, jugado por la personal, remite la imagen de una edad adolescente ejerciendo su soberanía bajo las sábanas o un pantalón. Una imagen errónea, pues ese ejercicio no tiene edad ni género.
Por tramo etáreo suena más divertido mencionar la adolescencia –a lo American Pie-, pues graficar o poner por escrito dicha práctica en la adultez, se parece a un personaje de novela de Houellbecq, y ello significa cualquier cosa menos que risa (aún cuando uno pueda matarse de la risa leyendo “Las Partículas Elementales” o “La Ampliación del Campo de Batalla”). Según género, pensar en una investigación centrada en el “sexo débil” es meterse bajo las patas de un caballo epiléptico. En el caso masculino, ello sería ridículamente fleto. Andar haciendo estadística de pajas por jornada o de metraje alcanzado es delirante. Sin contar su simplismo, por cierto.
También está el elevador de volantín en versión mental, que no necesariamente está relacionado con el ejercicio unilateral de la virilidad. De eso, uno lee –y escribe- con regularidad y ciertamente con temáticas que poco tienen que ver políticas de fomento a la testosterona vía TV cable, publicación impresa o Internet. A veces tiene que ver con la inmortalidad del cangrejo, un debate epistémico sobre el dedo chico del pie o un estudio de caso sobre los usos que se le puede dar a un boleto de micro, práctica que el Transantiago terminó por mandar al destierro más allá del área metropolitana. Eso sí, tampoco hay que ser tan drásticos: ideas notables han surgido de esta praxis.
Finalmente, se encuentra el macaquero en su salsa. Es decir, el huevón flojo. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Por ejemplo, realizando una tesis bajo subsidio paterno, con banda ancha y quemador de cd a disposición. Mirando la pantalla cuando una bajaba estupideces a 4 kb/s, y los números variaban de a poco. La tecnología nos ha puesto en aprietos. Ahora uno puede bajar un disco en menos de una hora y como la conexión no se cae -a menos que estés colgado-, no tiene mayor gracia ese ejercicio. Sin contar que, esta vez, no tengo banda ancha ni menos subsidio paterno, lo cual siendo honesto, es bastante más sano y con gracia. Convicción que por cierto, uno va llegando con los años (aunque tampoco significa que me he vuelto abuelo sin nietos: yo creo que nací medio viejo chico). A ello se suma que, en verdad, tengo una tesis que terminar y el Señor de la Querencia está empezando.