viernes, 20 de marzo de 2009

Viaje imposible hacia una república inexistente

En estricto rigor, los cables a tierra son aquellos cables que están entre los cables positivos y negativos, algo a tomar en cuenta cuando se quiere instalar algo así como un enchufe, sin dejar una potencial embarrada. También se suele decir a aquellas cosas que a uno lo hacen dimensionar la magnitud de los problemas, aterrizando un poco cuando las preocupaciones del día a día y derivándolas hacia su real dimensión. Esto último ciertamente es más importante en la vida de uno. Aunque no necesariamente más útil. Ciertamente es más práctico saber instalar un enchufe.

El tema de aquellos cables a tierra más importantes, es que suelen confundirse como una temática de columna de autoayuda tipo revista Ya o de algún betseller de sicólogo(a) avenido a escritor (o viceversa). A lo mejor, el confundido soy yo, quien sabe.

Ha sido una semana, días en realidad un poco complicados por esas leseras cotidianas. Nada grave, pero molesto al fin y al cabo. Como parte del trabajo, tuve que visitar a un antiguo funcionario del Congreso Nacional, a fin de averiguar unos datos para mi jefe, para escritos de él. Averiguar unos nombres en fotografías muy antiguas. Una soberana lata, pero cosas que son parte del trabajo. Los nombres fueron cosas de minutos, nada del otro mundo. La verdad, el tipo tenía ganas de conversar y hablamos de aquellos años. Con cierta nostalgia, hablaba de la antigua política, antes de 1973.

Era una época en que los debates en el Congreso eran muy profundos -cosa de leer, si se tiene tiempo, las actas del Congreso, las intervenciones que se hacían, sus argumentos. La verdad, tenía razón en buena parte. Era una época en que se defendían posciones. Un socialista era un socialista, un socialcristano o democrátacristiano se veía claro, un conservador también. Etcétera. No fue una conversación larga ni marcadora. Pero algo quedó: La nostalgia de él, resultó ser mi propia melancolía.

La diferencia entre nostalgia y melancolía, que suelen parece sinónimos, me quedó relativamente clara en un libro que leí hace harto tiempo: “El bucle melancólico”, de Jon Jauristi, un ensayo sobre el nacionalismo vasco. Básicamente -simplificando en extremo el concepto, y distorsionándolo un poco para este posteo-, la nostalgia viene a ser más bien la noción de pérdida de algo que vivido, mientras que la melancolía la idea de una pérdida no vivida, de un mundo del cual no se tiene la experiencia propia (sólo las ideas que de él se tienen).

Mi melancolía, en ese sentido, es la de un mundo donde lo público tenía algún sentido, y donde eso “público” tenía algún sentido en lo político. Ciertamente la política en los 50', incluso en los 60' o 70' tenía muchos defectos. En la práctica, era sumamente elitista y resultó al final más un problema que la solución a los graves problemas de Chile en esos años, donde la “solución” de 1973, sonó más a una “solución final” y que ha dejado graves problemas de fondo no resueltos hasta hoy. Uno de ellos, es el deprestigio absoluto de la política (aún cuando existen razones de sobra para pensar que estos años de gobiernos civiles la han agudizado).

Ese mundo perdido (en muchos ámbitos retrógrado e imposible de revivir hoy), que es representado por este viejo funcionario, tenía mucho de valioso, aunque hoy suene a reliquia. Un viejo símbolo que desaprecerá con su muerte física (probablemente en unos años más). Nuestro éxito de sociedad “más estable”, madura post' 90, hace bastante que no es tal. Las diferencias no parecen estar presentes, incluso en temas de fondo.

El debate sobre la inscripción automática – que mezcló de manera incomprensible la voluntariedad del voto- fue una prueba de ello (Sesión del Senado, 06/01 y Diputados 22/01), donde las pequeñas muestras de lucidez de los votos de minoría reflejaron un debate sin sentido común en algo tan importante. Era realmente incomprensible ver a Longueira tan lúcido y a quienes se supone progresistas tan imbéciles defendiendo algo tan retrógrado y light, como la voluntariedad del voto (hubo excepciones como Saffirrio u Ominami, que por fin dijo algo con sentido). El mundo al revés.

Ilusoriamente he creído que si algo bueno tiene este crisis económica -un efecto más allá de lo puramente económico-, es que iba volver la cordura que un mundo desregulado y sin reglas es una estupidez. Claro que esta falacia es también moda de los tiempos. Cuando cayó el Muro de Berlín, sus pedazos también cayeron sobre la cabeza de muchos, con efectos impresionantes, de los que esta crisis mundial pareció hacer entrar en razón. Qué tipos como Tironi, que cambia de opinión como un futbolista de equipo, pueden parecer hoy fuera de foco (aunque siempre, tienen la capacidad de adaptarse). Que la defensa de tipos – ya a nivel global- como Habermas -de la época de la acción comunicativa-, de su rescate de los valores de la modernidad tienen sentido en un mundo todavía convaleciente de esa estupidez llamada postmodernidad, que simplemente constata fenómenos y se adapta a ellos.

Chile, en ese sentido, lamentablemente parece inmune, blindado. Nuestros economistas (¿Qué diría Paul Krugman si leyera El Mercurio? No lo señalo majaderamente. Simplemente es el único diario “en serio” ) y liberales son muy hábiles en disfrazar las cosas, y nuestros progresistas...es lo que hay no más.

Esta falta absoluta de diferencias, en que todo es negociable -¿será trauma mal entendido de 1973?-, parece confirmarse por el rumbo del, aunque duela reconocerlo, del gobierno más “progresista” (que rancia es esa palabra) posible. Por eso, con todos sus defectos, lamento que Vidal esté hoy en su exilio dorado y que personajes como Viera-Gallo -de ministro-, silenciosamente sigan (¿será una explicación válida que en los grandes disparates de este gobierno estén personajes de este tipo como protagonistas?)

El gobierno tomó la opción de pasar tranquilo hasta el final. Cuidar la popularidad de la Presidenta, que hábilmente no se mete en peleas chicas -pero en las que debiera meterse- y que el año pasado dejó a Vidal para la patada y el combo. Decisión válida, humanamente hablando (¿vale la pena pelear por la Concertación a estas alturas?), pero políticamente muy cuestionable, más aún con un tipo como Piñera ad-portas (la falta de ideas también afecta a la derecha). ¿Vale la pena? No creo. Mal que mal, la popularidad en las encuestas sólo dura lo que demora en salir el siguiente sondeo (este año van a florecer como callampas, probablemente). Si no, pregúntenle a Lagos. Quizá la presidenta, en el fondo, tiene razón. No tiene sentido pelear hoy por la Concertación, incluso les haría bien salir.

Por eso, hoy, en algo comprendí a este viejo funcionario -jubilado- cuando echaba de menos su viejo mundo. Yo sólo fui capaz de comprender en algo su nostalgia desde mi propia melancolía.