martes, 16 de diciembre de 2008

Reseña de una película con retraso y del fin de una época

En la tarde, me puse a buscar entre los cd’s, “El diario de Agustín”, que me lo habían pedido. Por supuesto, no lo encontré. En su lugar, encontré uno de esos tantos dvd con varias películas en formato divx. Esa pila es resultado de un buen tiempo haber tenido la combinación perfecta de banda ancha, no trabajar y un quemador de cd’s (dvd, con el tiempo). Como siempre sucede en esos casos, la leyenda “la grabación a 16x a finalizado con éxito”, se ha visto más veces que las cosas bajadas.
En la búsqueda, di con otra película, que en su minuto -2004- no vi en el cine, como así tampoco cuando salió después en DVD ni cuando la pillé en el cable, un par de años más tarde. Ni siquiera la ví cuando la repitieron en el cable. Tampoco lo hice cuando la bajé, porque los MB que le daban forma pasaron a formar parte de una colección. Pero un domingo, haciendo orden, apareció ésta buena película, llamada “Perdidos en Tokio”.
Es una película que podría decirse, es de amor. Es del tipo de las buenas películas de amor, pero sin esos diálogos que parecen tan inteligentes que parecieran ser como de esas frases que se debieran anotar en caso de alguna crisis de pareja, para no olvidar decirlas, como ocurre con Antes del Amanecer. Tampoco tiene esa carga de fracaso treintón e implícita vuelta a empezar, propia de su secuela, Antes del Atardecer.
“Perdidos en Tokio” tiene ese aire de encuentros casuales, pero de dos personas que no andan en busca de la vida – cosa que se hace cuando se hace de viaje- sino de dos personas que simplemente andan de paso. Un encuentro transitorio, sin posibilidad de seguir algún camino más allá, una atmósfera que tiene como un acertado ejemplo el escenario que da un hotel. Es una atmósfera cargada de antemano a un romance sin sentido pero con una química -que feo es usar esa palabra para esto- imposible de evitar, que se genera entre dos personas: un actor estadounidense filmando comerciales en Japón (Bill Murray) y una joven recién graduada de filosofía, tambiénestadounidense, que acompaña a su marido (Scarlett Johannson).
Es una historia que tiene esa extraña mezcla de amistad y amor sincero, de dos almas muy parecidas pero perdidas y más en ese mundo tan parecido y lejano al mismo tiempo, como lo es Tokio, la ciudad perfecta para esta historia. Hasta el motivo que trajo el personaje de Murray es en si una ilusión más parecida a una estafa: whisky japonés. En ese sentido, el título en inglés –Lost in translation-, encaja mucho mejor que la traducción al castellano.
Aparte de la película en sí, lo mejor que deja es la musa perdida, la misma que a Serrat una vez se le fue de vacaciones, que más de una vez se ha ido de la vida con sólo el pasaje de ida, para parecer sin querer a la vuelta de la esquina. Por cierto, su nombre es Scarlett Johannson y esta, me parece, ha sido su película (quizá Match Point le pelee en algo esto) quien debe ser lo más cercano a un femme fatal de los cincuenta (sólo podría pensar en una Marilyn Monroe que se fue antes de envejecer), dueña de una sensualidad natural que no necesita sacarse el sostén ni pasar por el quirófano, de esos casos que aparecen de muy de cuando en cuando. A eso se suma la evolución de cincuenta años de historia, y que no tiene una gran falla aún conocida (capaz que ande rondando algún video oculto por Internet). Sin duda sería el poster que colgaría de mi pieza, y el argumento perfecto para decorarla como si fuera un taller mecánico sin ser tachado de vulgar.
Pero el hallazgo de tesoros de este tipo se encuentra en riesgo, porque el acumular discos y bajar por gula está amenazado y se considera un delito. Partieron con la prohibición de descargas de P2P, una de las idioteces de este mundo que han iniciado los estadounidenses y que se les pegó a los franceses. De ahí a España hay un paso. Si los españoles caen en este flagelo, como ya empezó a publicitarlo un diario serio como El País, estamos en peligro. Si ellos, que son el ejemplo del flaite que logró el desarrollo y por eso, como son la punta de lanza de los piratas de este mundo, llegan a caer, sonamos. Más allá del tema ese de los derechos y eso, la única gracia de Internet, el tener las cosas a la mano, será sólo una liusión y una anécdota para contar en los futuros almuerzos dominicales a incrédulos futuros niños, que mirarán con cara de no creer en este seudo paraíso, como si fuera un cuento como los billetes de quinientos, que los $10 que alguna vez alcanzaron para comprar un Superocho o que un billete de cinco lucas era un fortuna.